Se levantó sin ganas por el lado izquierdo de la cama, en el
lado derecho de ésta ya no se dibujaba más la silueta cóncava y bien marcada de
quien solía ocuparlo. Se dispuso a arreglarse. Se bañó, se vistió, se perfumó,
tomó su saco, un paraguas y salió.
Caminó cansado, casi arrastrando los pies, sus pasos eran
pequeños y constantes. No silbaba, no tarareaba, ni siquiera sonreía, miraba al
frente y de vez en vez al suelo para no tropezar. Quién sabe qué pensaba
mientras caminaba, no puedo imaginar si era triste o alegre lo que tenía tan
ocupada su mente. En su piel se dibujaban arrugas, llaguitas, pequeñas heridas
e historia. Cada marca tenía rastros de polvo, de hiedra, de flores y miel;
memorias.
El camino no era largo, pero con el tiempo se volvió más cansado
el trayecto. Cada año le pesaban más las piernas, perdía un poco de cabello, se
le incrustaba una que otra arruga más en la frente, pero era aún más pesado
cargar año con año su soledad. Todo derecho, pasar el primer crucero, doblar a
la izquierda y a la mitad de la cuadra allí estaba el lugar.
Y qué lugar podría ser sino uno lleno de recuerdos, de días,
de besos, de pleitos y romance. A veces esos destellos eran tan sólo eso,
pequeños chispazos de ideas, nublados y con estática, ruidosos y a veces sin
volumen. Quería recordar el tacto, las sensaciones, incluso se esforzaba demás
por recordar el aroma pero sus sentidos, cada vez más cansados, se lo impedían.
Entrar solo a aquél lugar no dejaba de sentirse ajeno, de
sentirse frío, de querer romper en llanto y jamás volver. Pero era fuerte, altivo
y su presencia desbordaba orgullo, no se permitía titubear, por eso sin
tambalear ni mascullar, entró una vez más.
Carcomido por dentro se sentó en el gabinete, le atendieron
como cada año, cortés y rápidamente. Sus ganas de volver a ser libre lo
devoraban, de querer rejuvenecer, de hacer al reloj retroceder unos cuantos
años, le dieron ganas de pedir perdón y de dar gracias. Le dieron ganas de
fumar.
Qué más daba estar sentado allí, solo, sin hambre, sin
sueño, con dolor, con pena, con angustia
y envidia, lleno de desamor, abandono y caricias inhibidas, retrasadas, jamás
dadas, quietas, esperando el momento de salir. Ahora no había nadie a quién
acariciar, a quién podría darle esas caricias llenas de vida sin la mujer que
amó, estaba tiesa, fría, con los labios ya rotos y la piel descompuesta. Lo
asaltaban las imágenes más fuertes y grotescas, los gusanos comiendo la tersa
piel de su viuda, las larvas que brotaban de sus celestes y grandes ojos, ahora
abiertos soltando un silencioso grito de dolor.
Sacudía la cabeza intentando echar fuera todo eso que le
hacía daño y de nuevo, después de pagar la cuenta, se encaminó a su casa.
Llegar a allá era fácil, lo difícil era conciliar el sueño
porque su cabeza vibraba hasta acabar el día. Qué difícil era realmente salir
cada año a desayunar al mismo lugar con
la esperanza de apaciguar el dolor, recordarla un poco y no sentir culpa de no
haber dicho o no haber hecho cualquier cosa.
El día transcurría y a la hora de dormir, dejaba los zapatos
del lado derecho, se sentaba al borde de la cama y giraba sobre ésta hasta
llegar al lado izquierdo, se imaginaba la escena, se veía a si mismo hacerlo y
se reía. Cubriendo su cuerpo con las sábanas se arrinconaba de su lado y fingiendo
comodidad cerraba los ojos para conciliar el sueño.
Esas noches poco antes de que el insomnio lo abandonara y lo
dejara tranquilo, aparecía ella. A veces joven, a veces vieja, a veces no era
ella en si, pero allí estaba. Aparecía para acurrucarse en sus sueños más locos
e infantiles, lo abrazaba en la memoria y él recordaba su tacto, esas viejas
sensaciones revivían y el aroma se impregnaba en las sábanas. Ella con sutileza
se metía en sus recuerdos y revolvía los cables, los archivos, tiraba fotos al
piso y se perdían bajo la cama. Salía callada, sin despertarlo, besaba su
mejilla, luego sus ojos húmedos que ya se permitían llorar en la oscuridad de
la habitación, besaba su frente y tomando su rostro entre sus fantasmales y
delicadas manos besaba sus labios.
Él durmió tranquilo, recordando durante sus sueños,
acumulando memorias, suspirando entre ronquidos. A ella la sentía, a ella la
extrañaba. Quién sabe qué soñaba, no cabe en mi cabeza idea más profunda que el
simple hecho de que aquellas noches en las que aparecía, su soledad ya no
parecía tan pesada.
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