Él se sentó detrás del escritorio y sacando una pluma pidió
a los estudiantes que entregaran sus trabajos, uno a uno pasaron pero ella
esperó hasta el último. Al llegar su turno él le sonrió y abrió la carpeta para
empezar a leer pero a su vez halló un pequeño papel doblado, lo tomó, abrió y
leyó rápidamente seguido de esto lo arrugo entre sus manos y asintió
entregándole la carpeta.
Ella, aún nerviosa, regresó a su lugar, esperando a que él
la llamara. No sucedió pero ella entendió que al culminar la clase sería. Era
clase de filosofía, él era 15 años mayor pero ella estaba por cumplir la
mayoría de edad, él también sabía de música, tocaba bien la guitarra, era un
maestro joven y apuesto, las jóvenes de la clase lo miraban con ojos llenos de
pasión y deseo, sentimientos revueltos con amor y rechazo.
Así la clase siguió, él, tembloroso, rompía la tiza cuando
escribía fuertemente en la pizarra. Ella tomaba nota con las manos sudorosas,
soltaba el lápiz, se secaba la mano y continuaba escribiendo. Él con la
garganta seca seguía explicando, evitaba cualquier contacto visual con ella
pero a su vez ésta no buscaba sus ojos y se enfocaba en garabatear por la hoja
sin siquiera prestar atención.
Nadie nunca lo notó, jamás hicieron algún comentario, ellos
en realidad no tenían nada, era como un mito, un estado mental, casi una
fantasía. No era algo de otro mundo, tan sólo el sentimiento inexplicable que
nadie podía ver.
Acabó la clase y todos salían. Ella, nerviosa y con las
manos temblando guardó sus libros en la mochila pero estos caían una y otra vez
por más que intentó guardarlos. Volteó instintivamente a verlo y comprobó que
igualmente, él no podía siquiera abrir su portafolio para guardar sus cosas. No
se miraban mutuamente pero sentían la tensión y las lágrimas en los ojos del
otro.
Al fin se armó de valor y cogiendo sus cosas se acercó hasta
él. A su vez, éste, sobresaltado se acomodó frente a ella, siendo más alto la
miró hacia abajo y ella miró hacia arriba con los ojos llenos de lágrimas sin
derramar. Ninguno sonreía, ambos preocupados permanecían en silencio, fue ella
quien de nuevo tuvo la iniciativa y tomando su rostro se alzó de putillas para
alcanzar sus labios, él volteó la cabeza no con rechazo sino con dudas. Ninguno
de los dos sabía qué sería de ellos, ambos terminarían con problemas graves,
pero si es que alguno de ellos dos sabía lo que pasaba ¿Por qué no dijo nada?
Ella soltó su rostro y bajó la mirada, sonrojada de pena dio
un paso atrás, sostuvo entre sus brazos con
fuerza la mochila y se mantuvo firme sin titubear ni suspirar, esperando a que
él dijera algo, y así fue, no fue una discusión ni mucho menos una plática pero
ambos coincidieron.
En realidad nunca habían estado juntos, no se habían besado,
ni siquiera se habían tomado de las manos o se habían visto fuera de la
escuela, era ilógico, no habían coqueteos ni insinuaciones de por medio, tan
sólo pasó rápida e invisible frente a ellos aquella sensación indescriptible.
Él a sabiendas de lo que ocurriría tomó fuertemente las
manos de ella que a su vez soltó de golpe la mochila, ambos mirándose el uno al
otro, directa y profundamente a los ojos. La besó.
Un beso significó para ambos un
fin horrendo pero el principio de algo aún peor, los escalofrió y la adrenalina
corrían a través de ellos, con o sin sentido no pararon, las manos de él
recorrieron la cintura de ella, y las manos de ésta rodearon el cuello de tan
apuesto profesor. Aun sabiendo que pudieron haberlos descubierto, continuaron
besándose, fue un beso largo, a veces suave a veces rápido, pero largo, siempre
largo.
Él sabía que estaba mal, ella
quería detenerse, ambos sufrían y no entendían por qué tenían que ser víctimas
de aquél acto tachado y reprochado, que a su vez ellos odiaban. Como era de
esperarse alguien los vio, ellos tuvieron que irse, pero jamás se apartaron el
uno del otro a pesar del maltrato que sufrían con esa relación y nadie nunca
jamás supo cómo todo eso pasó.
A través de los años después de aquél encuentro, después de
la humillación, el prejuicio y el mar de lágrimas, ella vio crecer de aquel
bello color caoba en el cabello de su amado, una raíz blanca que con el tiempo
colmo su pelo y barba, las arrugas crecieron como los hijos que siempre
desearon y nunca tuvieron.
No estaban casados, no tuvieron hijos, rompieron lazos con
sus familias y vivieron en el exilio, pero ella tuvo que ver a aquél apuesto
joven ser comido en vida por la vida misma, él la miraba y abrazaba cada vez
que podía, porque ella, congelada en el tiempo para siempre, no podía
envejecer.
Después de un tiempo, los pasos ágiles y rápidos del hombre
se volvieron torpes y lentos, ella aún joven, lo cuido y cuido de él como lo
haría un a amante, siempre cariñosa y atenta sin dejar a un lado aquél recuerdo
que alguna vez fue real, aquella fantasía vívida del profesor galante que entró
al salón de clases por primera vez, de aquellos ojos que se cruzaron y nunca
hablaron, de aquél hombre que impartía
filosofía.
Con los años sus dedos dejaron de tocar las notas en la
guitarra, dejó de mover la boca y un tiempo después su corazón dejó de latir.
Ella amaneció bella y joven como todos los días, aún con diecisiete años para
los que no la conocían, miró a su lado y entre las sábanas al hombre que amó y
en aquella cama revivió en vano el recuerdo de ese joven maestro que la
enamoró. Lo vio de nuevo allí, con sus ojos color esmeralda, ese cabello caoba,
sus manos largas y grandes, su barba partida y esa sonrisa.
No tuvo tiempo de llorar, tan sólo pudo sentarse a su lado,
tomar su mano y seguir recordando.
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