jueves, 7 de julio de 2016

28/11/2012



Él se sentó detrás del escritorio y sacando una pluma pidió a los estudiantes que entregaran sus trabajos, uno a uno pasaron pero ella esperó hasta el último. Al llegar su turno él le sonrió y abrió la carpeta para empezar a leer pero a su vez halló un pequeño papel doblado, lo tomó, abrió y leyó rápidamente seguido de esto lo arrugo entre sus manos y asintió entregándole la carpeta.

Ella, aún nerviosa, regresó a su lugar, esperando a que él la llamara. No sucedió pero ella entendió que al culminar la clase sería. Era clase de filosofía, él era 15 años mayor pero ella estaba por cumplir la mayoría de edad, él también sabía de música, tocaba bien la guitarra, era un maestro joven y apuesto, las jóvenes de la clase lo miraban con ojos llenos de pasión y deseo, sentimientos revueltos con amor y rechazo.

Así la clase siguió, él, tembloroso, rompía la tiza cuando escribía fuertemente en la pizarra. Ella tomaba nota con las manos sudorosas, soltaba el lápiz, se secaba la mano y continuaba escribiendo. Él con la garganta seca seguía explicando, evitaba cualquier contacto visual con ella pero a su vez ésta no buscaba sus ojos y se enfocaba en garabatear por la hoja sin siquiera prestar atención.

Nadie nunca lo notó, jamás hicieron algún comentario, ellos en realidad no tenían nada, era como un mito, un estado mental, casi una fantasía. No era algo de otro mundo, tan sólo el sentimiento inexplicable que nadie podía ver.

Acabó la clase y todos salían. Ella, nerviosa y con las manos temblando guardó sus libros en la mochila pero estos caían una y otra vez por más que intentó guardarlos. Volteó instintivamente a verlo y comprobó que igualmente, él no podía siquiera abrir su portafolio para guardar sus cosas. No se miraban mutuamente pero sentían la tensión y las lágrimas en los ojos del otro.

Al fin se armó de valor y cogiendo sus cosas se acercó hasta él. A su vez, éste, sobresaltado se acomodó frente a ella, siendo más alto la miró hacia abajo y ella miró hacia arriba con los ojos llenos de lágrimas sin derramar. Ninguno sonreía, ambos preocupados permanecían en silencio, fue ella quien de nuevo tuvo la iniciativa y tomando su rostro se alzó de putillas para alcanzar sus labios, él volteó la cabeza no con rechazo sino con dudas. Ninguno de los dos sabía qué sería de ellos, ambos terminarían con problemas graves, pero si es que alguno de ellos dos sabía lo que pasaba ¿Por qué no dijo nada?

Ella soltó su rostro y bajó la mirada, sonrojada de pena dio un paso atrás, sostuvo  entre sus brazos con fuerza la mochila y se mantuvo firme sin titubear ni suspirar, esperando a que él dijera algo, y así fue, no fue una discusión ni mucho menos una plática pero ambos coincidieron.

En realidad nunca habían estado juntos, no se habían besado, ni siquiera se habían tomado de las manos o se habían visto fuera de la escuela, era ilógico, no habían coqueteos ni insinuaciones de por medio, tan sólo pasó rápida e invisible frente a ellos aquella sensación indescriptible.

Él a sabiendas de lo que ocurriría tomó fuertemente las manos de ella que a su vez soltó de golpe la mochila, ambos mirándose el uno al otro, directa y profundamente a los ojos. La besó.

Un beso significó para ambos un fin horrendo pero el principio de algo aún peor, los escalofrió y la adrenalina corrían a través de ellos, con o sin sentido no pararon, las manos de él recorrieron la cintura de ella, y las manos de ésta rodearon el cuello de tan apuesto profesor. Aun sabiendo que pudieron haberlos descubierto, continuaron besándose, fue un beso largo, a veces suave a veces rápido, pero largo, siempre largo.

Él sabía que estaba mal, ella quería detenerse, ambos sufrían y no entendían por qué tenían que ser víctimas de aquél acto tachado y reprochado, que a su vez ellos odiaban. Como era de esperarse alguien los vio, ellos tuvieron que irse, pero jamás se apartaron el uno del otro a pesar del maltrato que sufrían con esa relación y nadie nunca jamás supo cómo todo eso pasó.


A través de los años después de aquél encuentro, después de la humillación, el prejuicio y el mar de lágrimas, ella vio crecer de aquel bello color caoba en el cabello de su amado, una raíz blanca que con el tiempo colmo su pelo y barba, las arrugas crecieron como los hijos que siempre desearon y nunca tuvieron.

No estaban casados, no tuvieron hijos, rompieron lazos con sus familias y vivieron en el exilio, pero ella tuvo que ver a aquél apuesto joven ser comido en vida por la vida misma, él la miraba y abrazaba cada vez que podía, porque ella, congelada en el tiempo para siempre, no podía envejecer.

Después de un tiempo, los pasos ágiles y rápidos del hombre se volvieron torpes y lentos, ella aún joven, lo cuido y cuido de él como lo haría un a amante, siempre cariñosa y atenta sin dejar a un lado aquél recuerdo que alguna vez fue real, aquella fantasía vívida del profesor galante que entró al salón de clases por primera vez, de aquellos ojos que se cruzaron y nunca hablaron, de aquél hombre que  impartía filosofía.

Con los años sus dedos dejaron de tocar las notas en la guitarra, dejó de mover la boca y un tiempo después su corazón dejó de latir. Ella amaneció bella y joven como todos los días, aún con diecisiete años para los que no la conocían, miró a su lado y entre las sábanas al hombre que amó y en aquella cama revivió en vano el recuerdo de ese joven maestro que la enamoró. Lo vio de nuevo allí, con sus ojos color esmeralda, ese cabello caoba, sus manos largas y grandes, su barba partida y esa sonrisa.

No tuvo tiempo de llorar, tan sólo pudo sentarse a su lado, tomar su mano y seguir recordando.

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