jueves, 19 de abril de 2018

Adiós por hoy, papá


Sin duda era el día más frío de todo el otoño, papá miraba la camilla de enfrente, donde un hombre intubado se esforzaba por vivir. Yo vi como sus ojos dejaban escapar la añoranza de casa, quería sentir el calor de una cama, el sonido de los perros ladrando afuera y la comida mal servida de Martha.

Parada a su lado solo podía acariciar su mano. "Hola papá" le dije mientras de poco regresaba su mirada hacia mí. Con movimientos lentos se acomodó en la camilla. Todo conectado de arriba a abajo, se quejaba del dolor "ya no quiero" me dijo y a mí se me hizo un hueco en el estómago. Le apreté la mano fuerte mientras la enfermera le administraba el antibiótico. Papá empezó a platicar, a duras penas podía terminar una frase, tenía que hacer pausas largas para recuperar el aliento. Entre palabra y palabra empezó a acariciar su cabeza, me dijo "siento que me jalan...", su pulso aceleró, frunció el ceño y como si un demonio se apoderase de su cuerpo se quebró, vi cómo su espalda se arqueaba hacia atrás y la cabeza la agitaba violentamente mientras ponía los ojos en blanco, soltó mi mano como si su fuerza no existiera más que para contorsionarse. Alarmada y temblorosa corrí por el médico quien llegó en seguida y me pidió que esperara fuera. ¡Vaya! debió ser el minuto y medio más largo de mi vida, con las manos sudorosas e inquietas me abrazaba a mí misma mientras me asomaba de lejos sobre los hombros de las enfermeras que iban de cama en cama mientras papá se desvivía.

Una mano se asomó desde la camilla donde estaba papá, "ven" me dijo el médico, al acercarme con el semblante descompuesto "está bien" dijeron "debió ser el antibiótico". Tomé la mano de papá de nuevo, lo agarré fuerte, como no queriendo dejarlo ir. Sus ojos azules, de ese azul que tiñe el cielo y el mar, estaban acuosos, llenos de miedo, le dije que todo estaba bien, él temblando más que yo. Me miró como si quisiera gritar y de nuevo dijo "ya no quiero..." intenté calmarlo diciendo que sólo había sido una mala reacción al medicamento, insistía que no, pero yo era terca repitiendo que todo estaba bien, pero no lo estaba. Empezó a quedarse dormido, sus piernas dejaban de temblar y los ojos lentamente se le volteaban hacia atrás, algo le estaba jalando como dijo él "¡papá despierta!" le decía mientras le sacudía la mano. "Y si se muere?" me preguntaba yo "y si esto es lo último que veo de él?" una con torsión impresionante, el pulso bajo y las pupilas chiquitas casi nulas. Me sudaban las manos y la presión de mi cuerpo se bajaba porque yo podía sentir el frío en mi espina, me empecé a marear, pero sabía que tenía que ser fuerte, muy fuerte y sensata

Pero no lo fui, ni fuerte ni nada. Papá aún consciente pero débil me pidió que le hablara a mamá y a José Manuel, mi hermano. Histérica ahora busqué el teléfono celular en mi bolsa. Rápido, desbloquear la pantalla un intento tras otro, pero mis mano sudadas y temblorosas no lo conseguían, tras varios intentos logré desbloquearlo, buscar contactos: listo, marcar a mamá, listo, ahora esperar a que conteste. ¿Cómo esperaba yo que mi padre resistiera a que siquiera conectara la llamada? No lo sé, todo me temblaba y me daba vueltas al mismo tiempo, quería soltarme a llorar mientras veía como papá hacía intentos por respirar y a la par mantenerse consciente “¿Ya vienen?” me preguntó mientras yo le intentaba sonreír diciéndole que ya me estaba encargando de eso. ¿Cómo se encarga uno de hacer sentir tranquilo a alguien mientras muere? Tampoco lo sé, asumo que uno tiene que verse ridículo, como yo en ese momento, seguramente creemos que es un chiste, cualquier cosa la que pasa, “no puede ser fatal” es lo que pensamos, ¡Caramba, es la muerte, claro que es fatal!

Una enfermera se acercó, se dio cuenta de que algo iba mal con mi paciente y me dijo “Ya es el cambio de turno, si viene mi compañera y te pide que esperes fuera dile que le estás ayudando a tu papá a comer” me le quedé viendo como si no entendiera nada, pero creo que yo asentí con la cabeza porque me sonrió y se dio la vuelta. “Me voy a morir” me dijo papá mientras se le ponían los ojos en blanco “¡Papá! ¡PAPÁ!” le grité mientras sacudía su brazo con fuerza “Papá no te duermas” le pedía llorando cuando a su vez su respiración se volvía violenta y espasmódica. Con el teléfono aun pegado a la oreja intentaba buscar a mi alrededor por ayuda.
“¿Hola?” mamá estaba del otro lado de la línea y yo sin darle tiempo de entender lo que pasaba le grité que tenía que llegar al hospital lo antes posible. Qué ingrata la vida, papá se iba por instantes “aquí estoy” le decía cada vez que apretaba su mano fría, que se extinguía con cada minuto que pasaba. José Manuel estaba fuera del hospital, esperando cualquier noticia así que le hablé y le pedí que sin importar lo que le dijera el guardia de la entrada se escabullera de alguna forma para ver a papá. Y así fue, casi de inmediato sentí detrás de mi su respiración pesada, al voltear le vi los ojos terriblemente abiertos y las manos temblorosas.

“Despídete” le dije con un dolor que aun me pesa. Me miró iracundo, diciéndome con los ojos que no iba a morir. No le hablé más del caso, le comenté lo mismo que me había dicho la enfermera y revisé la hora, mamá no tardaría en llegar. Pude haberme quedado con mi hermano y mi padre, pude haber esperado a que llegara mamá y los cuatro juntos esperar a que la respiración de papá dejase de existir. Sé que fui cobarde porque aun cuando mi hermano me estaba relevando yo pude haberme quedado allí sin importar las reglas del hospital, el hecho de que solo podía entrar un familiar por paciente y que la hora de visita había terminado ¡Maldigo a las salas de urgencias!
Tomé la mano de papá con mucha fuerza, dándole un beso doloso miré sus ojos; eran unos ojos cansados, asustados, llorosos, pero fuertes y muy azules, no sabía si los volvería a ver así que con todo el esfuerzo de mi temblorosa mirada retraté en mi memoria esos ojos tristes y celestes mientras me despedía quizá para siempre de él.


jueves, 7 de julio de 2016

Lo sin bragas



Si se miraba en el espejo no se encontraba tan desagradable, si acariciaba su pecho no lo notaba tan grotesco e invariablemente si se paraba de puntillas las nalgas se le veían extraordinarias. No temía a lo que veía, en cambio lloraba mucho lo que su madre podría decirle, no estaba para soportar que alguien la criticara más de lo que ella misma se hería. Ella sabía que no había engordado tanto, el pantalón le entraba sin apuros pero era el maldito sujetador el que no quería ajustar por más intentos que hizo, ese maldito artificio infernal no apuraba a someter sus flojas tetas.
-¿Para qué quiero tetas tan grandes si no hay nadie que las chupe?- se las acomodó como pudo y se dio la vuelta al ordenador.
Pintaba un azul fuera de la ventana, en pocos minutos saldría el sol y se le habría hecho tarde una vez más para el colegio. De pronto una ventanilla se asoma de la esquina derecha de la pantalla. Es Karen preguntando a Lo sí acabó la tarea.
Lo mira con detenimiento el mensaje y un vacío se hace presente en su estómago, no sabe si tiene hambre, ganas de cagar o son las ansias matutinas por irse rápido de casa, le contesta a su amiga un “valeverga” y un emoticon de changuito tapándose la boca. Se echa para atrás, se queda sentada flojamente en la silla frente a la computadora y suspira. Cómo detesta ser así.
-¿Qué vamos hacer hoy?- se pregunta entre dientes.
 Apaga la pantalla y esta juega el papel de un espejo oscuro para Lo. Ella se mira, acomoda su flequillo e imagina a Krysten Ritter inyectándose heroína, se ríe de su propia referencia y piensa que eso es más Uma Thurman en Pulp Fiction. No entiende porque le encanta verse como ellas en sus respectivos personajes pero igualmente le excitan. Algo empieza a arder en su entrepierna, cada pensamiento entre parecerse a esas mujeres y tener sus labios en los suyos la transforma gradualmente en otro ser, se va acariciando lentamente y se detiene en la aureola del pecho izquierdo, lo toca y le escupe un poco. No entiende qué tienen los vídeos porno que hacen creer a la gente que acariciarse el pezón sola excita, al menos a ella no le pasaba, prefería coger un bicho de la lengua del gato cuando le lamía las tetas que tocarse sola. Se mira en la pantalla que ahora es su espejo, poco a poco se le descompone la cara y va apretujando el pezón, da un ligero chillido de dolor y se suelta.
-Qué asco, Lo- se reacomoda el flequillo y se ajusta el sostén de nuevo –Si no estuvieras tan urgida ya estaríamos más tranquilas. Mira que el gato ya no quiere dormir en el cuarto- Se levanta y termina de vestirse sin prisa, el malhumor se acumula y lo hace a propósito, quiere que todo le moleste, tiene ganas de patear a la vida en la cara y no enfrentarse al vacío, a las manos sudorosas, la taquicardia y los mareos. Coge la cajetilla que esconde en el fondo del armario, revisa una última vez su fleco antes de salir y entonces ve que tras ella asciende de su cama una nube negra que la abraza en un baile hipnótico, la nube le acaricia todo el cuerpo como seda china y perdigones, la hiere mientras la besa Lo se retuerce y las manos tristemente le empiezan a sudar y antes de que el primer rayo de sol entre por la ventana, la nube abre de piernas a Lo,se le mete por el sexo y ésta entre lágrimas y berridos sordos se queda con los ojos abiertos como platos, temblando de miedo, asomando la cabeza hacía la ventana. La nube ya no estaba y el día comenzó a clarear.

28/11/2012 2



Se levantó sin ganas por el lado izquierdo de la cama, en el lado derecho de ésta ya no se dibujaba más la silueta cóncava y bien marcada de quien solía ocuparlo. Se dispuso a arreglarse. Se bañó, se vistió, se perfumó, tomó su saco, un paraguas y salió.
Caminó cansado, casi arrastrando los pies, sus pasos eran pequeños y constantes. No silbaba, no tarareaba, ni siquiera sonreía, miraba al frente y de vez en vez al suelo para no tropezar. Quién sabe qué pensaba mientras caminaba, no puedo imaginar si era triste o alegre lo que tenía tan ocupada su mente. En su piel se dibujaban arrugas, llaguitas, pequeñas heridas e historia. Cada marca tenía rastros de polvo, de hiedra, de flores y miel; memorias.
El camino no era largo, pero con el tiempo se volvió más cansado el trayecto. Cada año le pesaban más las piernas, perdía un poco de cabello, se le incrustaba una que otra arruga más en la frente, pero era aún más pesado cargar año con año su soledad. Todo derecho, pasar el primer crucero, doblar a la izquierda y a la mitad de la cuadra allí estaba el lugar.
Y qué lugar podría ser sino uno lleno de recuerdos, de días, de besos, de pleitos y romance. A veces esos destellos eran tan sólo eso, pequeños chispazos de ideas, nublados y con estática, ruidosos y a veces sin volumen. Quería recordar el tacto, las sensaciones, incluso se esforzaba demás por recordar el aroma pero sus sentidos, cada vez más cansados, se lo impedían.
Entrar solo a aquél lugar no dejaba de sentirse ajeno, de sentirse frío, de querer romper en llanto y jamás volver. Pero era fuerte, altivo y su presencia desbordaba orgullo, no se permitía titubear, por eso sin tambalear ni mascullar, entró una vez más.
Carcomido por dentro se sentó en el gabinete, le atendieron como cada año, cortés y rápidamente. Sus ganas de volver a ser libre lo devoraban, de querer rejuvenecer, de hacer al reloj retroceder unos cuantos años, le dieron ganas de pedir perdón y de dar gracias. Le dieron ganas de fumar.
Qué más daba estar sentado allí, solo, sin hambre, sin sueño,  con dolor, con pena, con angustia y envidia, lleno de desamor, abandono y caricias inhibidas, retrasadas, jamás dadas, quietas, esperando el momento de salir. Ahora no había nadie a quién acariciar, a quién podría darle esas caricias llenas de vida sin la mujer que amó, estaba tiesa, fría, con los labios ya rotos y la piel descompuesta. Lo asaltaban las imágenes más fuertes y grotescas, los gusanos comiendo la tersa piel de su viuda, las larvas que brotaban de sus celestes y grandes ojos, ahora abiertos soltando un silencioso grito de dolor.
Sacudía la cabeza intentando echar fuera todo eso que le hacía daño y de nuevo, después de pagar la cuenta, se encaminó a su casa.
Llegar a allá era fácil, lo difícil era conciliar el sueño porque su cabeza vibraba hasta acabar el día. Qué difícil era realmente salir cada año a  desayunar al mismo lugar con la esperanza de apaciguar el dolor, recordarla un poco y no sentir culpa de no haber dicho o no haber hecho cualquier cosa.
El día transcurría y a la hora de dormir, dejaba los zapatos del lado derecho, se sentaba al borde de la cama y giraba sobre ésta hasta llegar al lado izquierdo, se imaginaba la escena, se veía a si mismo hacerlo y se reía. Cubriendo su cuerpo con las sábanas se arrinconaba de su lado y fingiendo comodidad cerraba los ojos para conciliar el sueño.
Esas noches poco antes de que el insomnio lo abandonara y lo dejara tranquilo, aparecía ella. A veces joven, a veces vieja, a veces no era ella en si, pero allí estaba. Aparecía para acurrucarse en sus sueños más locos e infantiles, lo abrazaba en la memoria y él recordaba su tacto, esas viejas sensaciones revivían y el aroma se impregnaba en las sábanas. Ella con sutileza se metía en sus recuerdos y revolvía los cables, los archivos, tiraba fotos al piso y se perdían bajo la cama. Salía callada, sin despertarlo, besaba su mejilla, luego sus ojos húmedos que ya se permitían llorar en la oscuridad de la habitación, besaba su frente y tomando su rostro entre sus fantasmales y delicadas manos besaba sus labios.
Él durmió tranquilo, recordando durante sus sueños, acumulando memorias, suspirando entre ronquidos. A ella la sentía, a ella la extrañaba. Quién sabe qué soñaba, no cabe en mi cabeza idea más profunda que el simple hecho de que aquellas noches en las que aparecía, su soledad ya no parecía tan pesada.

28/11/2012



Él se sentó detrás del escritorio y sacando una pluma pidió a los estudiantes que entregaran sus trabajos, uno a uno pasaron pero ella esperó hasta el último. Al llegar su turno él le sonrió y abrió la carpeta para empezar a leer pero a su vez halló un pequeño papel doblado, lo tomó, abrió y leyó rápidamente seguido de esto lo arrugo entre sus manos y asintió entregándole la carpeta.

Ella, aún nerviosa, regresó a su lugar, esperando a que él la llamara. No sucedió pero ella entendió que al culminar la clase sería. Era clase de filosofía, él era 15 años mayor pero ella estaba por cumplir la mayoría de edad, él también sabía de música, tocaba bien la guitarra, era un maestro joven y apuesto, las jóvenes de la clase lo miraban con ojos llenos de pasión y deseo, sentimientos revueltos con amor y rechazo.

Así la clase siguió, él, tembloroso, rompía la tiza cuando escribía fuertemente en la pizarra. Ella tomaba nota con las manos sudorosas, soltaba el lápiz, se secaba la mano y continuaba escribiendo. Él con la garganta seca seguía explicando, evitaba cualquier contacto visual con ella pero a su vez ésta no buscaba sus ojos y se enfocaba en garabatear por la hoja sin siquiera prestar atención.

Nadie nunca lo notó, jamás hicieron algún comentario, ellos en realidad no tenían nada, era como un mito, un estado mental, casi una fantasía. No era algo de otro mundo, tan sólo el sentimiento inexplicable que nadie podía ver.

Acabó la clase y todos salían. Ella, nerviosa y con las manos temblando guardó sus libros en la mochila pero estos caían una y otra vez por más que intentó guardarlos. Volteó instintivamente a verlo y comprobó que igualmente, él no podía siquiera abrir su portafolio para guardar sus cosas. No se miraban mutuamente pero sentían la tensión y las lágrimas en los ojos del otro.

Al fin se armó de valor y cogiendo sus cosas se acercó hasta él. A su vez, éste, sobresaltado se acomodó frente a ella, siendo más alto la miró hacia abajo y ella miró hacia arriba con los ojos llenos de lágrimas sin derramar. Ninguno sonreía, ambos preocupados permanecían en silencio, fue ella quien de nuevo tuvo la iniciativa y tomando su rostro se alzó de putillas para alcanzar sus labios, él volteó la cabeza no con rechazo sino con dudas. Ninguno de los dos sabía qué sería de ellos, ambos terminarían con problemas graves, pero si es que alguno de ellos dos sabía lo que pasaba ¿Por qué no dijo nada?

Ella soltó su rostro y bajó la mirada, sonrojada de pena dio un paso atrás, sostuvo  entre sus brazos con fuerza la mochila y se mantuvo firme sin titubear ni suspirar, esperando a que él dijera algo, y así fue, no fue una discusión ni mucho menos una plática pero ambos coincidieron.

En realidad nunca habían estado juntos, no se habían besado, ni siquiera se habían tomado de las manos o se habían visto fuera de la escuela, era ilógico, no habían coqueteos ni insinuaciones de por medio, tan sólo pasó rápida e invisible frente a ellos aquella sensación indescriptible.

Él a sabiendas de lo que ocurriría tomó fuertemente las manos de ella que a su vez soltó de golpe la mochila, ambos mirándose el uno al otro, directa y profundamente a los ojos. La besó.

Un beso significó para ambos un fin horrendo pero el principio de algo aún peor, los escalofrió y la adrenalina corrían a través de ellos, con o sin sentido no pararon, las manos de él recorrieron la cintura de ella, y las manos de ésta rodearon el cuello de tan apuesto profesor. Aun sabiendo que pudieron haberlos descubierto, continuaron besándose, fue un beso largo, a veces suave a veces rápido, pero largo, siempre largo.

Él sabía que estaba mal, ella quería detenerse, ambos sufrían y no entendían por qué tenían que ser víctimas de aquél acto tachado y reprochado, que a su vez ellos odiaban. Como era de esperarse alguien los vio, ellos tuvieron que irse, pero jamás se apartaron el uno del otro a pesar del maltrato que sufrían con esa relación y nadie nunca jamás supo cómo todo eso pasó.


A través de los años después de aquél encuentro, después de la humillación, el prejuicio y el mar de lágrimas, ella vio crecer de aquel bello color caoba en el cabello de su amado, una raíz blanca que con el tiempo colmo su pelo y barba, las arrugas crecieron como los hijos que siempre desearon y nunca tuvieron.

No estaban casados, no tuvieron hijos, rompieron lazos con sus familias y vivieron en el exilio, pero ella tuvo que ver a aquél apuesto joven ser comido en vida por la vida misma, él la miraba y abrazaba cada vez que podía, porque ella, congelada en el tiempo para siempre, no podía envejecer.

Después de un tiempo, los pasos ágiles y rápidos del hombre se volvieron torpes y lentos, ella aún joven, lo cuido y cuido de él como lo haría un a amante, siempre cariñosa y atenta sin dejar a un lado aquél recuerdo que alguna vez fue real, aquella fantasía vívida del profesor galante que entró al salón de clases por primera vez, de aquellos ojos que se cruzaron y nunca hablaron, de aquél hombre que  impartía filosofía.

Con los años sus dedos dejaron de tocar las notas en la guitarra, dejó de mover la boca y un tiempo después su corazón dejó de latir. Ella amaneció bella y joven como todos los días, aún con diecisiete años para los que no la conocían, miró a su lado y entre las sábanas al hombre que amó y en aquella cama revivió en vano el recuerdo de ese joven maestro que la enamoró. Lo vio de nuevo allí, con sus ojos color esmeralda, ese cabello caoba, sus manos largas y grandes, su barba partida y esa sonrisa.

No tuvo tiempo de llorar, tan sólo pudo sentarse a su lado, tomar su mano y seguir recordando.